lunes, 26 de enero de 2009

LA GARITA NO ERA PARA TANTO.






Para mis hijos y mis nietos. Con cariño.

José González Parada.-Habían llegado al Cuartel de Marinería de San Fernando en Cádiz, junto con más de 600 reclutas el primer mes del año de 1.965, pertenecientes a todas las regiones española, y como en todos los cursos anteriores, antes de montar la primera guardia, los repetidores te avisaban de que la garita que se encontraba al lado del embarcadero junto al caño 18, estaba maldita, además de ser muy traicionera. Nos decían que por las noches a través de los eucaliptos cercanos a la garita, se oían leves susurros acompañados de lamentaciones al compás del silbido que el aire producía en aquellas noches de pleno invierno al ritmo cambiante de los oleajes pegando sobre las piedras del malecón que evitaba la entrada del agua del caño hacía la explanada donde se encontraba el barco de piedra en el que se hacían las prácticas marineras. Comentaban que nunca se había visto a nadie, pero que algunas noches de luna llena se percibía una luz acrisolada y tenue que salía por el embarcadero, y se paseaba por detrás de la garita buscando los árboles en dirección a la muralla por el lugar donde se encontraba la lavandería, no sin antes, a imitación de un animal rampante, tratar de trepar a aquellos árboles dejando sus garras afiladas en la corteza de ellos. Aquello no era creíble, ninguna persona en su sano juicio podía creer aquella saltas de mentiras, estos comentarios eran sólo para meter el miedo en el cuerpo a los jóvenes que se incorporaban a la mili con el simple ánimo de asustarlos. Desde el primer día, cada vez que se hacía algún tipo de ejercicio o instrucción cerca de la misma, o cuando se paseaban cerca de aquel lugar, no era extraño ver cómo todos desviaban la vista hacía la garita con la inquietud de que algo se movía por allí, buscando alguna huella entre las hierbas, o alguna marca o señal en la corteza de los eucaliptos que dieran algún tipo de prueba de ellos. Los días que le tocaba guardia a la 9ª Brigada, desde que comenzaban por la mañana a relevar los puntos a través de todo el cuartel, rezaban para que la guardia de dicha garita les tocara de día, a pesar de que todas eran iguales, pero el hecho de aquella prevención o aviso por parte de los veteranos que de alguna manera les daban esta inocentada, hacía que no se fiaran de nada. Llevaban en el cuartel más de un mes, y ya se notaba la veteranía por doquier y la confianza daba paso al olvido de aquellas leyendas que en un principio corrían por las brigadas como un asustaniño. Había amanecido el día lluvioso y el cielo amenazaba con sus tormentas que la lluvia iba para largo, al viento asolaba los matorrales y los árboles braceaban de forma continúa al son de un baile mal acompasado pero violento, avisando con su balanceo del peligro que podía suponer el paso de algún viandante por debajo de ellos. A pesar de que al mediodía aminoró la lluvia, al caer la tarde volvió de nuevo con una llovizna que el viento balanceaba por doquier, viéndose a través de las luces de los focos cómo se arremolinaban y caían mansamente al suelo. Las guardias eran de dos horas, pero en pleno invierno y con el mal tiempo que hacía, estas dos horas se hacía interminable; la guardia prima había pasado bien, a pesar de tener que estar las dos horas con el traje de agua puesto y la capucha cubriendo la cabeza, manteniendo el arma pegada al cuerpo y sin apenas poder moverse evitando el viento y el agua que entraban por las ventanillas de la garita. A las doce de la noche llegó el relevo, Ledomiro Lallesca Lacalle, natural de algomaslejo, efectuó el relevo sin novedad y una vez sólo en la garita, se dispuso a prepararse para pasar las dos horas que tenía por delante de la mejor manera posible. El era bastante apacible, se había criado en una zona rural y estaba acostumbrado al mal tiempo y dos horas no era gran cosa para temerle, ya se distraería pensando en sus cosas, en la familia o en la novia y así se le pasaría el tiempo muchos más rápido. Llevaba un rato de puesto cuando, a través de la ventanilla de la garita que daba al caño, observó cómo algo se movía arrastrándose por el suelo y dirigiéndose hacía donde él estaba, se paraba y volvía a moverse, siempre en la misma dirección a velocidad variable, como si temiera ser descubierto, lo veía claro, aunque por su aspecto parecía mejor un animal o, bien una persona de pequeña estatura que de vez en cuando, despedía unos destellos y volvía a apagarse. Aquello le despertó la memoria, era verdad lo que los veteranos les habían dicho, aquel ser que se movía a través del suelo y que ya estaba cerca de la garita, venía por él, el agua que le caía en los ojos no lo dejaba ver claramente, pero por el aspecto y el sonido silbante que iba desprendiendo, éste no venía con buena intenciones. Trató de preparar el arma pero las manos no le respondía, aquello estaba cada vez más cerca y él no atinaba a empuñar el arma, empezó a gritar llamando al Cabo de Guardia y las palabras no le salía de la boca, la abría pero no articulaba ningún sonido; las luces de las farolas que rodean el cuartel se filtraban a través de las ramas de los árboles formando sombras fantasmóricas que aumentaban al aspecto terrorífico del lugar, mientras que Ledomiro no articulaba palabra viendo cómo aquel ser repugnante llegaba hasta la puerta de la garita entaponándola no pudiendo ver nada más al derrumbarse al suelo y perder el conocimiento. Cuando a las dos de la mañana llegó el relevo a la garita de Ledomiro, el cabo apartó de la puerta un matorral que la taponaba encontrándose a éste durmiendo, por lo que lo despertó de forma brusca diciéndole que le iba a caer dos meses de calabozo por dormirse en la guardia. Ledomiro trató de explicar lo que había visto, pero nadie lo creyó.
Sanlúcar de Barrameda, 26 de enero de 2009.
José González Parada.

ver pdf http://www.scribd.com/doc/11438764/La-Garita

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